viernes, 8 de mayo de 2015

Dark Souls II vs Bloodborne



Bloodborne
huele a Dark Souls. No hay que esforzarse mucho para ver que la nueva obra de Hidetaka Miyazaki en PlayStation 4 podría ser perfectamente la tercera entrega de una de las mejores sagas que han visto los videojuegos en los últimos años, pero no se limita a ser una copia directa o una continuación sin alma. Las primeras diferencias son más que evidentes: sin escudo, el sistema de combate es frenético, mucho más tenso y activo. Las armas son más escasas, pero las diferencias entre una y otra significan estilos de juego y filosofías distintas. Su ambientación, una fusión del estilo neogótico y la Inglaterra victoriana, toma notas del folklore europeo y el horror cósmico de Lovecraft frente a la inspiración más medieval-nipona de Dark Souls. Pero estos son detalles superficiales, cambios evidentes cuando se quiere refrescar una fórmula. Call of Duty ha cambiado entre World at War y Advanced Warfare, Metal Gear Solid no es la misma criatura en su primera y cuarta entrega. Nosotros hemos querido mirar más allá, profundizar en los detalles que diferencian claramente a Dark Souls y Bloodborne, más allá de las mecánicas, más allá de la estética. Porque mientras uno mira hacia el interior, el otro dirige su mirada a las estrellas.
.Habló la mota de polvo

En ambas obras hay un sentimiento de horror hacia la mortalidad y condición insignificante del ser humano en el gran esquema del universo. La llama se apagará tarde o temprano, los humanos son sólo peones en el juego de los Grandes. Al final somos sólo habitantes de un minúsculo grano de arena, pero cada título contempla esa pequeñez desde una perspectiva distinta. Dark Souls habla sobre la muerte y el honor: sus personajes quieren triunfar sobre el más allá, conquistar lo imposible. Sigmeyer de Catarina acaba lanzándose a una batalla sin solución para conseguir la gloria en la siguiente vida, mientras que la bruja de Izalith se sacrifica en vano para mantener la llama, dando lugar a una invasión de abominaciones que acaba con Lordran.

Bloodborne profundiza en esa búsqueda al mostrar personajes que intentan alcanzar la trascendencia física. Yharnam es el hogar del trasvase de sangre, una tierra obsesionada con el linaje, la pureza. Un lugar endémico y xenófobo que se guarda sus secretos. Sus habitantes saben que valen poco frente a la eternidad, y por ello empiezan una serie de rituales para entrar en contacto con entidades superiores y así evolucionar a pasos forzados. Conforme se avanza en el juego empiezan a aparecer personajes obsesionados con el cosmos, con obtener el conocimiento de los Grandes para así tener ojos en el cerebro y ver lo invisible. Incluso si el resultado es trágico, muchos acaban viéndolo como una bendición.




La decadencia de Yharnam habla sobre las consecuencias de la ambición, de cómo esa misma desesperación por llegar al siguiente escalón en la rama evolutiva no sólo divide a toda una región sino que acaba llevándola a la ruina. La plaga es una consecuencia de estos esfuerzos por haber intentado superar la humanidad. Allá donde va, el jugador sólo encuentra escuelas cuyos estudiantes han sufrido mutaciones terribles, castillos habitados por hombres pálidos y sin identidad, civiles que se niegan a aceptar que son bestias, un accidente esperando a ocurrir. Bloodborne habla sobre cómo cuando el ser humano se enfrenta al infinito, es el infinito quien sale ganando. Como dicen, no somos nadie. Quizá no debamos intentar ser algo; nuestra fragilidad e ignorancia significa que acabaremos sufriendo a manos de aquello que intentamos conseguir.
Es un pensamiento trágico, implica que debemos aceptar nuestra insignificancia y simplemente vivir sabiendo que un día la entropía destruirá este mundo y que nadie estará aquí para recordarnos. Es algo que también estaba presente en Dark Souls, pero desde una perspectiva más combativa aunque no por ello alegre. Los dos son juegos llenos de tristeza y soledad. Pero cada uno tiene su idea de lo que es la pena.

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